Spiderman contra el narcotráfico.

En estos días extraños de confinamiento y de promoción de La estación de los condenados, me he estado acordando de una anécdota que una vez contó Stan Lee en un un reportaje sobre los superhéroes de la Marvel. Es una historia que, para entenderla bien, antes hay que conocer un dato; los cómics en Estados Unidos tienen que estar aprobados por una asociación que vela por la higiene moral de los jóvenes lectores de este tipo de obras. Una vez aprobados, los cómics son publicados luciendo el correspondiente sello en la portada, indicando que son actos y no dañinos para la moral en formación de la juventud. Es decir que no hay violencia extrema, ni sexo, ni ninguna de esas cosas.
Pues bien, un día, vino de visita a la casa de Stan Lee, un amigo que trabajaba para el Gobierno. Este agente estaba muy preocupado, porque no sabía cómo combatir el imparable auge del consumo de drogas, que por aquel entonces, se estaba cebando con la población joven de Estados Unidos. Por lo tanto, este agente le pidió a Stan Lee si podía publicar alguna historia que pudiera alertar a los jóvenes, para que aprendieran a decir no a las drogas.
Así que el bueno de Stan Lee ideó una historia de Spiderman en el que se cumplía la petición de su amigo. Era un relato en el que un compañero, del instituto al que iba Peter Parker, ofuscado tras consumir una de estas malditas sustancias, se subió a la azotea del edificio y caminaba por el borde de la barandilla, alertando al alumnado, al profesorado y a los bomberos, que enseguida acudieron alarmados al lugar. Este pobre chico termina por caerse al vacío, pero es rescatado en el último segundo por Spiderman. Sin embargo, la víctima tiene que ser ingresada enseguida, porque todavía no estaba fuera de peligro, a punto de morir por sobredosis...
Este cómic, al igual que todos los demás, fue inspeccionado por la asociación de marras para que fuera aprobado y sellado. Sin embargo, no pasó el filtro. Porque era un relato en el que aparecían las drogas. Daba igual que Stan Lee jurara y perjurara que esta historia fuese un encargo del Gobierno, o que estaba pensada para que la juventud aprendiera a decir no a las drogas. El problema era que aparecían las drogas. Para esta asociación, era igual que si aparecía una escena de sexo o de violencia extrema. Y por lo tanto, no iban a otorgar el sello ni permitir su publicación.
Así que el genial Stan Lee se vio en la tesitura de publicar un cómic que careciera del sello de esta asociación, que velaba por la higiene moral de la juventud. Cosa que, después de meditarlo concienzudamente, al final hizo. Fue la primera vez que un cómic de la Marvel se publicó sin el dichoso sello en la portada.
Stan Lee no tardó en comprobar que su decisión fue la acertada. Porque a los pocos días de haberse publicado esta historia de Spiderman, los profesores de instituto, que tenía como vecinos, le paraban en la calle para agradecerle que haya sacado el problema de la drogadicción juvenil a la luz. Porque por fin, los profesores de secundaria de todo el país ya tenían material para abordar este tema tan peliagudo, y alertar al alumnado sobre el peligro de consumir drogas.


Y ustedes, se preguntarán; ¿qué tiene que ver toda esta historia con La estación de los condenados? Ahora voy a ello.
En su momento, Stan Lee tuvo que tomar la decisión de publicar sin el dichoso sello, porque, ¿cómo iba a advertir a la juventud de que las drogas son malas, sin mencionar a las propias drogas en el relato de turno?
Lo mismo me ha pasado a la hora de escribir La estación de los condenados. Es una novela que redacté pensando en orientarla a lectores de secundaria, porque tengo parientes y conocidos que, después de haber leído mi última novela, La colonia infernal, me están pidiendo que escriba relatos que no sean tan orientados para un público adulto. Y en un principio, La estación de los condenados podría ser incluso para estudiantes de primaria, porque pretendía despertar la conciencia ecológica en el lector, además de influir en él cierta sensibilidad feminista.


Y es en este último punto, en donde la historia se volvió para adultos. Fue algo similar a lo que me pasó cuando desarrolle la sexualidad de la protagonista de La odisea de Tashiko. Y es que en esta última novela, La estación de los condenados, cuando creé a las cuatro protagonistas, quería denunciar el sexismo patriarcal que impera en sus respectivas sociedades, que no obstante, no difiere en demasía del yugo de los patriarcados que existen en el mundo real. Por esta razón, una de ellas está sufriendo los efectos de la ablación femenina que se le practicó a los tres años de edad.


Y es aquí, donde podría surgir la polémica, con respecto al tema la edad mínima ideal para leer La estación de los condenados. Porque al igual que Stan Lee no podía idear un relato de Spiderman contra el narcotráfico sin hablar de las drogas, yo no puedo hablar de la ablación femenina sin mencionar la palabra clítoris. De hecho, tal como están las cosas últimamente, podría meterme en un lío ahora mismo por mencionarla en este blog.
No obstante, seguí adelante con la redacción. Porque considero que la juventud actual, al menos la que se está criando en esta parte del hemisferio terrestre, necesita de algún material didáctico que hable la ablación femenina. Ya sé que parece un tema muy lejano para el lector europeo-occidental, pero también aparentaba serlo el primer brote del Covid-19 en China. La globalización es esto. Claro que estoy a favor del libre mercado, del aumento de la biodiversidad génica y cultural de la humanidad, y en contra de las leyes fronterizas que dificultan la circulación de los individuos. Pero cuando te descuidas, puedes estar incubando un microorganismo que procede del otro lado del planeta. O puede que las nuevas vecinas de al lado estén practicando una tradición tan bárbara e inhumana, como es la ablación femenina, con sus hijas pequeñas.
Por esta razón, quería tratar este tema en La estación de los condenados. Y por motivos similares, también otra de las protagonistas sufre una violación al estilo de la manada de los Sanfermines. Lo escribí precisamente para que sea leído por ciertos jueces, que creen que, cuando una mujer no dice que no, ni grita y ni patalea, está consintiendo el encuentro sexual y, por lo tanto, no se trata de una violación.


Y finalizando la presente entrada, con esta quinta novela, continúo con mi cruzada de atacar a los dichosos prejuicios sociales, como ya hice con El Heraldo del Caos y con El Observador.

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